sábado, 16 de junio de 2012

CRÍTICA DE ANTONIO CABALLERO A DECISIÓN DEL ALCALDE PETRO DE PROHIBIR LOS TOROS EN LA SANTAMARÍA


A principios de junio el alcalde Gustavo Petro decidió llevar a la práctica su anunciado propósito de acabar con las corridas de toros en Bogotá y convocó a los directivos de la Corporación Taurina que regenta la plaza de Santamaría para informarles del asunto.

Primero invocó la ley: la 916 del 2004, que dicta el Reglamento Nacional Taurino. Pero le hicieron ver que, justamente, la ley reglamenta las corridas, no las suprime; y no prohíbe tampoco la suerte de matar, sino que la define como una de las tres etapas o tercios en que se divide la corrida.Tras mencionar veinte veces la muerte del toro como parte integrante del ritual del espectáculo, la ley concluye en su artículo 85 diciendo que, en las ciudades en donde hay plazas permanentes, "el alcalde será el encargado de velar por el cumplimiento estricto de todas las disposiciones contenidas en este Reglamento".

Petro citó entonces la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Pero esta tampoco elimina la culminación del rito, que es la muerte del toro, sino que le reconoce su lugar en la tradición cultural. Sin darse por vencido, Petro tentó finalmente la posible ansia de notoriedad de sus invitados sugiriéndoles que podrían "pasar a la Historia" si suprimieran en la plaza de Santamaría que manejan la llamada "suerte suprema": la muerte del toro en el ruedo. 

(Un inciso. La eliminación de esta suerte -como se hizo en las corridas de Portugal a partir de una sentencia judicial de l928 que confirmó un real decreto de mediados del siglo XIX- es en la práctica una falacia hipócrita. Al toro no lo matan en presencia del público, pero sí un poco más tarde, en la penumbra de los corrales, como matan en los mataderos al ganado de carne. Así sucede en las plazas portuguesas y, más recientemente, en la de Quito).

Se negaron los representantes de la Corporación Taurina, alegando que esa propuesta "desnaturaliza la fiesta brava". Ante lo cual el Alcalde echó mano del último recurso de la autoridad, que es su propio capricho: lo que en los tiempos del despotismo, ilustrado o no, se llamaba "la real gana". Y el miércoles 13 de junio anunció la rescisión unilateral del contrato suscrito por el Instituto Distrital de Recreación y Deporte con la Corporación Taurina para el arrendamiento de la plaza. Lo explicó así:

"Es un contrato entre el mandante, que es el Distrito, y un mandatario (la Corporación), para hacer un mandado (dar corridas). Como el mandante dijo que las corridas dejarán de tener actos de crueldad, incluida la muerte del toro, y el mandatario no hizo caso, pues habrá un cambio". Y añadió: "La plaza de Santamaría es propiedad de los bogotanos y seguirá al servicio de la ciudad, tal y como ocurre con el teatro Jorge Eliécer Gaitán, la plaza de Bolívar y la red de museos del Distrito".

(No sé si esas comparaciones sean válidas. ¿Puede el Alcalde cerrar la plaza de Bolívar porque le da su real gana? ¿Puede destinar las salas de los museos a canchas de microfútbol?).
La reacciones no tardaron. Cita este periódico a Felipe Negret, gerente de la Corporación Taurina, quien afirma que al imponer sus "preferencias personales" el Alcalde "está violando la imparcialidad que debe tener todo funcionario público". Petro, dice, "no está por encima de la ley. Tiene que gobernar como alcalde y no como capataz".

Pero lo cierto es que sí está gobernando como alcalde, así sea en el peor de los sentidos. Existe en la lengua española una palabra derivada de alcalde, 'alcaldada', que el diccionario define como atropello propio de los alcaldes: "Acto inconsiderado realizado por un alcalde abusando de su autoridad". Y es de alcaldada en alcaldada como ha venido actuando Gustavo Petro en los seis meses que lleva de gobierno, cualquiera que sea el asunto en el que pone el dedo: transporte público, uso del agua, fiestas.

No solo son abusos de autoridad sus decisiones destructivas, como esta que borra de un plumazo la antigua y arraigada tradición de los toros en Bogotá, sino que también son alcaldadas sus propuestas en apariencia constructivas, como la que se sacó de la manga de prestidigitador para sustituir las corridas abolidas: "La plaza -dispuso Petro- hará parte del sistema de educación distrital, en el que los mejores poetas y escritores se reunirán cotidianamente con los estudiantes de nuestros colegios públicos para dictar clases de literatura y letras". ¿Quién se atrevería a criticar tan virtuosa y enjundiosa iniciativa?.

Tal vez se atrevan los escritores y poetas mencionados por Petro, a quienes no se les ha consultado su opinión y que a lo mejor no tienen vocación pedagógica. Tal vez también los estudiantes de los colegios públicos, a quienes Petro parece querer arriar como ganado manso pero que a lo mejor no tienen ningunas ganas de recibir cotidianamente cursos extracurriculares de literatura y letras en los graderíos de cemento de la plaza de toros. Es decir: tal vez se atrevan a oponerse los directamente afectados por la alcaldada de Petro.

Como se oponen a la supresión de las fiestas de toros todos los interesados en ellas. Los profesionales que viven de que las haya: se calculan en unos treinta y cinco mil en el país, entre ganaderos de bravo y sus dependientes, toreros de toda índole y categoría, de a pie o de a caballo, empleados de la plaza, fotógrafos y periodistas taurinos, etc. Y los aficionados que las sostienen con su entusiasmo y su dinero (que pueden sumar en Colombia unas sesenta o setenta mil personas). Una minoría, una pequeña minoría: apenas la décima parte de los votantes que tuvo Gustavo Petro en las elecciones para la alcaldía de Bogotá (721.308). Pero la democracia no consiste solamente en inclinarse ante la fuerza de las mayorías, sino igualmente en respetar y defender los derechos y los intereses de las minorías, aunque sus gustos no se compartan.

Sin embargo, el que avisa no es traidor. Y hay que reconocer que Petro avisó. En la primera entrevista que le dio a EL TIEMPO como alcalde electo, le hicieron una pregunta:

-¿Va a ser un alcalde conciliador?

Y la enigmática respuesta fue:

-Vamos a construir una democracia de multitudes.

Antonio Caballero
Especial para EL TIEMPO