Un patrimonio cultural de la humanidad: la tauromaquia o el arte de esculpir el tiempo
Por Francis Zumbiehl
6toros6
Para determinar en qué medida la fiesta de los toros pertenecen al mundo de la cultura, y no a una realidad simplemente violenta y cruel, arranquemos con una evidencia: la Tauromaquia es una puesta en escena de la muerte, desde luego no con el sadismo que denuncian los antintaurinos, sino en el mero sentido de una representación. Como la tragedia griega, la ópera italiana y la Semana Santa andaluza, la corrida arroja una luz cruda sobre el dolor, la sangre y la muerte para enseguida transfigurarlos por una catarsis artística peculiar. La belleza majestuosa del toreo hace la muerte aceptable, o mejor dicho, hace nacer la ilusión de que la muerte, se deja seducir y amaestrar por el arte. En este sentido, no hay nada menos “realista” que el toreo, porque todas sus expresiones responden a una exigencia absoluta de estética, y porque en sus mejores momentos nos deja pensar que la fatalidad y el miedo han perdido la partida, nos permite saborear un perfume de resurrección.
Por otra parte, la tauromaquia es un ritual con una escenografía rigurosa: los tres tercios equivalentes a los actos de una tragedia, la división del espacio (medios, tercio y tablas) y el repertorio de las suertes –de alguna manera unas figuras obligadas- sin olvidar los “cánones”: parar, templar y mandar. Sin embargo, este marco un tanto rígido no tiene otro objeto que el de escenificar la fragilidad, lo imprevisible, que constituyen el trasfondo de la función. El público está llamado a juzgar en el acto los logros y fracasos de los protagonistas. Como en la ópera, lo hace utilizando toda la escala de las manifestaciones, incluyendo los pitos y la bronca. Del mismo modo que el coro en la tragedia griega, el público en los toros no es un protagonista –ni debe serlo-, pero con sus reacciones subraya el color de ese momento único e irrepetible que se acaba de producir. Y hablo de coro porque la emoción compartida despierta una auténtica comunión que cuaja en el famoso “¡olé!” que miles de voces, sin haberse consultado, pronuncian en el mismo segundo ante la evidencia de algo bello o valioso. Es la unanimidad del entusiasmo que jamás se equivoca.
Arquitectura en movimiento
La reminiscencia platónica juega un papel central en la valoración de una tarde de toros. En efecto, hoy en día, más que nunca, la belleza del toreo exige la ligazón. El impacto emocional de un pase es aún mayor cuando se apoya en el recuerdo del pase anterior con el cual viene encadenado. La arquitectura en movimiento, edificándose de forma instantánea sobre la arena, da la impresión de que quiere elevarse gradualmente hacia una cumbre modélica que es como la coronación del conjunto, pero que se sitúa siempre más allá del presente, en un pasado mítico o en un porvenir hipotético. De ahí los dos sentimientos más constantes en un público de toros: la esperanza y la desilusión. Para evitar esta última, “antes que la faena marchite” –según la expresión acertada de Michel Leiris- el torero debe demostrar su agudo sentido de la medida, rematando a tiempo la serie. De lo contrario caería en el pecado mortal de “pasarse de faena”. En ese remate es la firma (como sabemos existe un pase del mismo nombre) que corresponde a la expresión tan genuinamente taurina: “¡Ahí queda eso!”, haciendo entrar la belleza recién acabada en la realidad sublimada del recuerdo.
La estética de un pase aislado se aprecia también por referencia a todos los pases de la misma índole embellecidos por la memoria. La memoria, en efecto, es tan fundamental en el mundo de los toros que sin ella no se pueden entender los ritos sociales que son como la antesala o el epílogo de la Fiesta. Me refiero a las innumerables charlas y tertulias que se celebran en peñas y bares. Detrás de las superficialidad aparente de estos coloquios se esconde el afán desesperado de luchar contra el olvido. Cada aficionado compara sus recuerdos con los del vecino para forjarse su propio tesauro de momentos cumbres y evitar que con el tiempo, como granitos de arena, escapen de los dedos de su conciencia.
Como se ha dicho de sobra, la corrida española es la expresión viva del mito de Teseo y del Minotauro, pero en su significado más hondo, la bajada a los infiernos. En la tauromaquia postbelmontina, la esencia del gesto torero consiste en hundirse en el reino de las sombras, de la animalidad y del mayor peligro. Hoy en día se torea bajando lo mano en lo posible, y acompañando al toro en la bajada, aunque sea con la mirada y con el movimiento de la cabeza si el cuerpo se mantiene erguido. Con la ligazón y con el temple, una tanda de muletazos se convierte en una larga travesía durante la cual el hombre va unido a la bestia, estando casi tanto en su poder como ella en el suyo, antes de emerger a la luz en el último momento con el pase de pecho o cualquier remate de filigrana. Esa luz cobra una intensidad especial por el hecho de haber atravesado la oscuridad. El torero triunfa plenamente en la medida en que ha sabido hundirse en los pases, asomarse al balcón en las banderillas, cruzarse con el toro en la muleta y dejarse ver en la suerte suprema.
Hemos dicho al principio que el arte del toreo despierta la ilusión de que la muerte se deja convencer, sino vencer del todo. Aquí no se viene a ver morir a un animal individual, lo que desde luego sería un acto de crueldad y de puro vouyerismo; se viene a ver una ceremonia en la cual la muerte del toro tiene un papel central (sin olvidar que ella representa también la nuestra, la de todos los mortales), pero cuyo fundamento al fin y al cabo es la comunión entre la vida y la muerte, la celebración de esta pareja esencial que abarca toda existencia. Ahora bien, todo es vital y mortal al mismo tiempo en la corrida, empezando por el toreo. La conciencia que tienen el torero y el aficionado de este arte singular está centrada en la evidencia de su realidad frágil y efímera, en el momento mismo en que intenta crear la ilusión de una eternidad no permanente. Ahí la clave es el temple, cuyo fin es alargar y lentificar un pase: en otras palabras, diferir la muerte inapelable de su belleza. El torero esculpe el tiempo como si pudiera adueñarse de él, pero sabiendo que es imposible pararlo. Cada segundo templado de toreo está envuelto por “esa muerte perezosa y larga”, tan bella como una nota musical en suspenso, última vibración del cante antes del definitivo silencio.
¿Y vamos a dejar que una de las expresiones más genuinas de la cultura y de la sensibilidad latinas, que comparten pueblos que se sitúan en las dos riberas del Atlántico, que forma parte, sin lugar a dudas, de lo que la UNESCO considera como patrimonio inmaterial, desaparezca de nuestro mapa y de nuestra conciencia?
Por Francis Zumbiehl
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Para determinar en qué medida la fiesta de los toros pertenecen al mundo de la cultura, y no a una realidad simplemente violenta y cruel, arranquemos con una evidencia: la Tauromaquia es una puesta en escena de la muerte, desde luego no con el sadismo que denuncian los antintaurinos, sino en el mero sentido de una representación. Como la tragedia griega, la ópera italiana y la Semana Santa andaluza, la corrida arroja una luz cruda sobre el dolor, la sangre y la muerte para enseguida transfigurarlos por una catarsis artística peculiar. La belleza majestuosa del toreo hace la muerte aceptable, o mejor dicho, hace nacer la ilusión de que la muerte, se deja seducir y amaestrar por el arte. En este sentido, no hay nada menos “realista” que el toreo, porque todas sus expresiones responden a una exigencia absoluta de estética, y porque en sus mejores momentos nos deja pensar que la fatalidad y el miedo han perdido la partida, nos permite saborear un perfume de resurrección.
Por otra parte, la tauromaquia es un ritual con una escenografía rigurosa: los tres tercios equivalentes a los actos de una tragedia, la división del espacio (medios, tercio y tablas) y el repertorio de las suertes –de alguna manera unas figuras obligadas- sin olvidar los “cánones”: parar, templar y mandar. Sin embargo, este marco un tanto rígido no tiene otro objeto que el de escenificar la fragilidad, lo imprevisible, que constituyen el trasfondo de la función. El público está llamado a juzgar en el acto los logros y fracasos de los protagonistas. Como en la ópera, lo hace utilizando toda la escala de las manifestaciones, incluyendo los pitos y la bronca. Del mismo modo que el coro en la tragedia griega, el público en los toros no es un protagonista –ni debe serlo-, pero con sus reacciones subraya el color de ese momento único e irrepetible que se acaba de producir. Y hablo de coro porque la emoción compartida despierta una auténtica comunión que cuaja en el famoso “¡olé!” que miles de voces, sin haberse consultado, pronuncian en el mismo segundo ante la evidencia de algo bello o valioso. Es la unanimidad del entusiasmo que jamás se equivoca.
Arquitectura en movimiento
La reminiscencia platónica juega un papel central en la valoración de una tarde de toros. En efecto, hoy en día, más que nunca, la belleza del toreo exige la ligazón. El impacto emocional de un pase es aún mayor cuando se apoya en el recuerdo del pase anterior con el cual viene encadenado. La arquitectura en movimiento, edificándose de forma instantánea sobre la arena, da la impresión de que quiere elevarse gradualmente hacia una cumbre modélica que es como la coronación del conjunto, pero que se sitúa siempre más allá del presente, en un pasado mítico o en un porvenir hipotético. De ahí los dos sentimientos más constantes en un público de toros: la esperanza y la desilusión. Para evitar esta última, “antes que la faena marchite” –según la expresión acertada de Michel Leiris- el torero debe demostrar su agudo sentido de la medida, rematando a tiempo la serie. De lo contrario caería en el pecado mortal de “pasarse de faena”. En ese remate es la firma (como sabemos existe un pase del mismo nombre) que corresponde a la expresión tan genuinamente taurina: “¡Ahí queda eso!”, haciendo entrar la belleza recién acabada en la realidad sublimada del recuerdo.
La estética de un pase aislado se aprecia también por referencia a todos los pases de la misma índole embellecidos por la memoria. La memoria, en efecto, es tan fundamental en el mundo de los toros que sin ella no se pueden entender los ritos sociales que son como la antesala o el epílogo de la Fiesta. Me refiero a las innumerables charlas y tertulias que se celebran en peñas y bares. Detrás de las superficialidad aparente de estos coloquios se esconde el afán desesperado de luchar contra el olvido. Cada aficionado compara sus recuerdos con los del vecino para forjarse su propio tesauro de momentos cumbres y evitar que con el tiempo, como granitos de arena, escapen de los dedos de su conciencia.
Como se ha dicho de sobra, la corrida española es la expresión viva del mito de Teseo y del Minotauro, pero en su significado más hondo, la bajada a los infiernos. En la tauromaquia postbelmontina, la esencia del gesto torero consiste en hundirse en el reino de las sombras, de la animalidad y del mayor peligro. Hoy en día se torea bajando lo mano en lo posible, y acompañando al toro en la bajada, aunque sea con la mirada y con el movimiento de la cabeza si el cuerpo se mantiene erguido. Con la ligazón y con el temple, una tanda de muletazos se convierte en una larga travesía durante la cual el hombre va unido a la bestia, estando casi tanto en su poder como ella en el suyo, antes de emerger a la luz en el último momento con el pase de pecho o cualquier remate de filigrana. Esa luz cobra una intensidad especial por el hecho de haber atravesado la oscuridad. El torero triunfa plenamente en la medida en que ha sabido hundirse en los pases, asomarse al balcón en las banderillas, cruzarse con el toro en la muleta y dejarse ver en la suerte suprema.
Hemos dicho al principio que el arte del toreo despierta la ilusión de que la muerte se deja convencer, sino vencer del todo. Aquí no se viene a ver morir a un animal individual, lo que desde luego sería un acto de crueldad y de puro vouyerismo; se viene a ver una ceremonia en la cual la muerte del toro tiene un papel central (sin olvidar que ella representa también la nuestra, la de todos los mortales), pero cuyo fundamento al fin y al cabo es la comunión entre la vida y la muerte, la celebración de esta pareja esencial que abarca toda existencia. Ahora bien, todo es vital y mortal al mismo tiempo en la corrida, empezando por el toreo. La conciencia que tienen el torero y el aficionado de este arte singular está centrada en la evidencia de su realidad frágil y efímera, en el momento mismo en que intenta crear la ilusión de una eternidad no permanente. Ahí la clave es el temple, cuyo fin es alargar y lentificar un pase: en otras palabras, diferir la muerte inapelable de su belleza. El torero esculpe el tiempo como si pudiera adueñarse de él, pero sabiendo que es imposible pararlo. Cada segundo templado de toreo está envuelto por “esa muerte perezosa y larga”, tan bella como una nota musical en suspenso, última vibración del cante antes del definitivo silencio.
¿Y vamos a dejar que una de las expresiones más genuinas de la cultura y de la sensibilidad latinas, que comparten pueblos que se sitúan en las dos riberas del Atlántico, que forma parte, sin lugar a dudas, de lo que la UNESCO considera como patrimonio inmaterial, desaparezca de nuestro mapa y de nuestra conciencia?