Por Antonio Caballero
Hace tres semanas unos cuantos aficionados a los toros publicamos un manifiesto sobre la tolerancia, que sigue firmando gente. Y saltó el nuevo alcalde de Bogotá Gustavo Petro a hincarle el diente al asunto, declarando con prosopopeya que él está a favor de la vida, y no de la muerte. Estrictamente hablando, el tema no le compete: pero es apetitoso para alimentar prensa (ya lo habrán visto ustedes).
Y si no se los hubiera apropiado de antemano con brazo de hierro la demagoga senadora Gilma Jiménez, ya tendríamos a Petro sacándoles también jugo de la yugular a nuestras niñas y nuestros niños. Y a ver qué hace con nuestros pobres e indefensos caballitos, víctimas inocentes de los malvados zorreros que solo viven para torturarlos.
Pero hablemos en serio.
Cien veces han querido prohibir las fiestas de toros. Desde que existen. Lo han pretendido todos los poderes: los papas de Roma, los reyes de España, los presidentes de diversas repúblicas, los alcaldes, los jueces, los parlamentos, la prensa bienpensante. Con argumentos variados: el peligro para la vida humana; el rechazo a la imposición de una costumbre foránea; el dolor causado a los animales.
Todos ellos son pretextos espurios. La vida humana está en riesgo siempre: habría que prohibir todos los oficios, desde el de torero hasta el de papa (y también el de alcalde). Todo en la historia ha sido en su origen imposición extranjera: las religiones, las fiestas, las prohibiciones. Todos los animales que tienen contacto con los hombres (que son todos los animales) padecen dolor por culpa de ellos. Y todos mueren. Pero de todos ellos los que mejor vida llevan son los toros de lidia. Cuatro años de holganza y protegida libertad en el campo, y media hora final de lucha a muerte. Y la muerte inevitable, pero digna: en la pelea. No en la ejecución infame y sin defensa a la que son sometidos los cerdos o los pollos, los atunes o las ratas, o los gusanos de seda.
Hasta aquí, las razones para enfrentar las razones que alegan los antitaurinos (que no tienen razones, porque por lo general no saben de qué hablan: nunca han ido a los toros y lo que dicen es de oídas, o de prejuicios de sordos). Las razones en contra de los que están en contra. Pero las que de verdad importan son las razones a favor. A favor de los toros, y a favor de las fiestas de toros.
A favor de los toros bravos: los más hermosos animales de la creación. De la creación ayudada por el ingenio humano. Pues el toro de lidia no es un animal natural, como pueden serlo el jaguar o el tiburón, sino el producto de la selección y de la crianza, como el caballo de carreras o el perro guardián. El toro bravo es bello en la paz del campo; y lo es en la batalla: en el mismo campo con sus congéneres, o con los hombres en la plaza. Y lo es también en la muerte. Esa que se llama 'muerte de bravo' de un toro bravo en el ruedo, ya matado por la espada pero todavía en pie y negándose a aceptar la agonía por terquedad o por orgullo, o -para no abusar del antropomorfismo lírico connatural al tema taurino- por ganas de seguir peleando. La 'muerte de bravo' de un toro bravo en la plaza, ante el público que lo ovaciona, es la única muerte de un animal que es bella.
Y a favor de las fiestas de toros. Las hay primitivas y salvajes: las corralejas de la Costa colombiana, los correbous de Cataluña. Son estremecedoras, dionisíacas y terribles. Pero las razones de mi defensa quieren ir ante todo a favor de la corrida de toros ordenada, para usar la frase del ritual, 'como mandan los cánones'. A favor de esa combinación sutil de civilización y de barbarie que es la corrida de toros, resultado del arte de la crianza, del arte del combate y del arte del juego con la muerte, que a la solemnidad del rito une la profundidad del sacrificio. Porque una corrida de toros no es una carnicería, sino una fiesta.
Volviendo a los que quieren prohibir esa fiesta: lo suyo es, simplemente, que quieren prohibir. Su placer consiste en impedir el placer de los demás. Para decirlo con una antigua frase de la sabiduría moral: tienen pesar del bien ajeno.
Y ese pesar del bien ajeno es lo que más éxito tiene en política, como lo está mostrando el nuevo alcalde de Bogotá.
Revista Semana
Hace tres semanas unos cuantos aficionados a los toros publicamos un manifiesto sobre la tolerancia, que sigue firmando gente. Y saltó el nuevo alcalde de Bogotá Gustavo Petro a hincarle el diente al asunto, declarando con prosopopeya que él está a favor de la vida, y no de la muerte. Estrictamente hablando, el tema no le compete: pero es apetitoso para alimentar prensa (ya lo habrán visto ustedes).
Y si no se los hubiera apropiado de antemano con brazo de hierro la demagoga senadora Gilma Jiménez, ya tendríamos a Petro sacándoles también jugo de la yugular a nuestras niñas y nuestros niños. Y a ver qué hace con nuestros pobres e indefensos caballitos, víctimas inocentes de los malvados zorreros que solo viven para torturarlos.
Pero hablemos en serio.
Cien veces han querido prohibir las fiestas de toros. Desde que existen. Lo han pretendido todos los poderes: los papas de Roma, los reyes de España, los presidentes de diversas repúblicas, los alcaldes, los jueces, los parlamentos, la prensa bienpensante. Con argumentos variados: el peligro para la vida humana; el rechazo a la imposición de una costumbre foránea; el dolor causado a los animales.
Todos ellos son pretextos espurios. La vida humana está en riesgo siempre: habría que prohibir todos los oficios, desde el de torero hasta el de papa (y también el de alcalde). Todo en la historia ha sido en su origen imposición extranjera: las religiones, las fiestas, las prohibiciones. Todos los animales que tienen contacto con los hombres (que son todos los animales) padecen dolor por culpa de ellos. Y todos mueren. Pero de todos ellos los que mejor vida llevan son los toros de lidia. Cuatro años de holganza y protegida libertad en el campo, y media hora final de lucha a muerte. Y la muerte inevitable, pero digna: en la pelea. No en la ejecución infame y sin defensa a la que son sometidos los cerdos o los pollos, los atunes o las ratas, o los gusanos de seda.
Hasta aquí, las razones para enfrentar las razones que alegan los antitaurinos (que no tienen razones, porque por lo general no saben de qué hablan: nunca han ido a los toros y lo que dicen es de oídas, o de prejuicios de sordos). Las razones en contra de los que están en contra. Pero las que de verdad importan son las razones a favor. A favor de los toros, y a favor de las fiestas de toros.
A favor de los toros bravos: los más hermosos animales de la creación. De la creación ayudada por el ingenio humano. Pues el toro de lidia no es un animal natural, como pueden serlo el jaguar o el tiburón, sino el producto de la selección y de la crianza, como el caballo de carreras o el perro guardián. El toro bravo es bello en la paz del campo; y lo es en la batalla: en el mismo campo con sus congéneres, o con los hombres en la plaza. Y lo es también en la muerte. Esa que se llama 'muerte de bravo' de un toro bravo en el ruedo, ya matado por la espada pero todavía en pie y negándose a aceptar la agonía por terquedad o por orgullo, o -para no abusar del antropomorfismo lírico connatural al tema taurino- por ganas de seguir peleando. La 'muerte de bravo' de un toro bravo en la plaza, ante el público que lo ovaciona, es la única muerte de un animal que es bella.
Y a favor de las fiestas de toros. Las hay primitivas y salvajes: las corralejas de la Costa colombiana, los correbous de Cataluña. Son estremecedoras, dionisíacas y terribles. Pero las razones de mi defensa quieren ir ante todo a favor de la corrida de toros ordenada, para usar la frase del ritual, 'como mandan los cánones'. A favor de esa combinación sutil de civilización y de barbarie que es la corrida de toros, resultado del arte de la crianza, del arte del combate y del arte del juego con la muerte, que a la solemnidad del rito une la profundidad del sacrificio. Porque una corrida de toros no es una carnicería, sino una fiesta.
Volviendo a los que quieren prohibir esa fiesta: lo suyo es, simplemente, que quieren prohibir. Su placer consiste en impedir el placer de los demás. Para decirlo con una antigua frase de la sabiduría moral: tienen pesar del bien ajeno.
Y ese pesar del bien ajeno es lo que más éxito tiene en política, como lo está mostrando el nuevo alcalde de Bogotá.
Revista Semana