LA FIESTA BRAVA
Por Jardinero de San Mateo
ESTO / México
MARIO VARGAS LLOSA Y LOS TOROS
Dice Carlos Marzal en su Sentimiento del Toreo, que el carácter profundo de los toros se cifra en el hecho de que poseen, más que casi ninguna otra actividad, por su naturaleza efímera e irrepetible, una esencia literaria.
Esto viene a cuento porque el comité sueco ha otorgado al nativo de Arequipa, Mario Vargas Llosa, el premio Nobel de Literatura 2010. Conocí a Mario en septiembre de 1994, cuando ofreció una conferencia en Dublín sobre James Joyce. La concurrencia quedó absorta por la narración, la captación que el maestro peruano tenía de un personaje singular de la literatura, Ulises. Luego de sus palabras conversamos largamente en una opípara cena en la que Mario nos sintetizaba lo escrito en sus Memorias, El Pez en el Agua. No se tocó el tema de los toros porque a los otros comensales les interesaba la impresionante erudición de Vargas Llosa sobre Bloomsday, narrado en la que a mi juicio es, mejor obra del siglo XX.
Pero he encontrado en la obra de Marzal que señalo, una selección de piezas escritas por toreros ilustres, intelectuales, literatos, artistas y cronistas de toros, unas letras del homenajeado, El Pregón, pronunciado en Sevilla, el 23 de abril del 2000, en el Teatro Lope de Vega, para inaugurar la Feria. Ante la imposibilidad de transcribirlo íntegro, y no pretendiendo pecar por la destrucción de la unidad literaria, ofrezco sólo algunos párrafos.
"Quienes se conduelen por la suerte del toro de lidia, no llegan a comprender que la corrida de toros, fiesta cruel, en efecto, está transida de respeto, admiración y cariño por el "mentido robador de Europa" de Góngora, y que, detrás de cada corrida, hay años de desvelo y devoción hacia el toro, y que, por eso mismo, los países que, como España y México, han mantenido viva la tradición taurina -cuyos antiquísimos orígenes se remontan a los albores de la civilización mediterránea, y que algunos hacen llegar hasta el Laberinto de Creta donde Teseo, el primer espada, dio muerte al Minotauro- son también países donde la cría del toro es mucho más que una necesidad, profesión o negocio: una vocación, un arte y una pasión.
La fiesta de los toros -un arte, una ciencia, un deporte (sic) y una ceremonia- es la única, dentro de la inmemorial cultura de los ritos sagrados de la ofrenda y el sacrificio de la que forma parte, en la que el victimario se enfrenta a la víctima sin otra defensa que su destreza y su intuición, dándole todas las ventajas a la fuerza, exponiendo su integridad y su vida. Ver en esto sólo un alarde de valor es insuficiente. En verdad, en este exponerse con apenas un trapo rojo en las manos a las astas de esa bravía montaña de cuatrocientos o quinientos kilos de nervios y músculos educada para embestir y matar, anida un resquemor ético, de hidalguía, de escrúpulo y solidaridad, una recóndita búsqueda de la paridad, de compartir el riesgo, de dar también al adversario la oportunidad de vencer. Y así ha ocurrido muchas veces, como atestigua la larga lista de toreros, peones, banderilleros y picadores heridos o muertos en las corridas y las cicatrices que, casi sin excepción, lucen los cuerpos de los oficiantes de la fiesta...
No todos tienen por qué sentir y entender los toros, como no todos los seres humanos comprenden la poesía, la música, la pintura, y gozan con ellas. Es perfectamente legítimo que así sea, puesto que el rasgo primordial de la existencia es que seamos diferentes, que a unos exalte, alegre y emocione lo que a otros aburre, desmoraliza y entristece. Entre todas las artes, acaso la más difícil de explicar racionalmente sea las corridas de toros, una fiesta que no conquista jamás, en primer término, la inteligencia y la razón, sino las emociones y sensaciones, esa facultad de percibir lo inefable, lo innominado, que fraguan la sensibilidad y la intuición, exactamente como ocurre con la poesía o la música. La literatura puede llegar a ser explicada gracias a la enseñanza y el estudio. Los toros no. El conocimiento requiere, en ellos, un terreno espiritual previamente abonado...
Las corridas de toros no tienen por qué entusiasmar a todo el mundo; ellas requieren una predisposición anímica, que sin duda tiene que ver con la tradición y la cultura del medio en que se nace y se vive, pero, acaso sobre todo, con propensiones y rasgos psicológicos y emotivos particulares de cada individuo..."
Por Jardinero de San Mateo
ESTO / México
MARIO VARGAS LLOSA Y LOS TOROS
Dice Carlos Marzal en su Sentimiento del Toreo, que el carácter profundo de los toros se cifra en el hecho de que poseen, más que casi ninguna otra actividad, por su naturaleza efímera e irrepetible, una esencia literaria.
Esto viene a cuento porque el comité sueco ha otorgado al nativo de Arequipa, Mario Vargas Llosa, el premio Nobel de Literatura 2010. Conocí a Mario en septiembre de 1994, cuando ofreció una conferencia en Dublín sobre James Joyce. La concurrencia quedó absorta por la narración, la captación que el maestro peruano tenía de un personaje singular de la literatura, Ulises. Luego de sus palabras conversamos largamente en una opípara cena en la que Mario nos sintetizaba lo escrito en sus Memorias, El Pez en el Agua. No se tocó el tema de los toros porque a los otros comensales les interesaba la impresionante erudición de Vargas Llosa sobre Bloomsday, narrado en la que a mi juicio es, mejor obra del siglo XX.
Pero he encontrado en la obra de Marzal que señalo, una selección de piezas escritas por toreros ilustres, intelectuales, literatos, artistas y cronistas de toros, unas letras del homenajeado, El Pregón, pronunciado en Sevilla, el 23 de abril del 2000, en el Teatro Lope de Vega, para inaugurar la Feria. Ante la imposibilidad de transcribirlo íntegro, y no pretendiendo pecar por la destrucción de la unidad literaria, ofrezco sólo algunos párrafos.
"Quienes se conduelen por la suerte del toro de lidia, no llegan a comprender que la corrida de toros, fiesta cruel, en efecto, está transida de respeto, admiración y cariño por el "mentido robador de Europa" de Góngora, y que, detrás de cada corrida, hay años de desvelo y devoción hacia el toro, y que, por eso mismo, los países que, como España y México, han mantenido viva la tradición taurina -cuyos antiquísimos orígenes se remontan a los albores de la civilización mediterránea, y que algunos hacen llegar hasta el Laberinto de Creta donde Teseo, el primer espada, dio muerte al Minotauro- son también países donde la cría del toro es mucho más que una necesidad, profesión o negocio: una vocación, un arte y una pasión.
La fiesta de los toros -un arte, una ciencia, un deporte (sic) y una ceremonia- es la única, dentro de la inmemorial cultura de los ritos sagrados de la ofrenda y el sacrificio de la que forma parte, en la que el victimario se enfrenta a la víctima sin otra defensa que su destreza y su intuición, dándole todas las ventajas a la fuerza, exponiendo su integridad y su vida. Ver en esto sólo un alarde de valor es insuficiente. En verdad, en este exponerse con apenas un trapo rojo en las manos a las astas de esa bravía montaña de cuatrocientos o quinientos kilos de nervios y músculos educada para embestir y matar, anida un resquemor ético, de hidalguía, de escrúpulo y solidaridad, una recóndita búsqueda de la paridad, de compartir el riesgo, de dar también al adversario la oportunidad de vencer. Y así ha ocurrido muchas veces, como atestigua la larga lista de toreros, peones, banderilleros y picadores heridos o muertos en las corridas y las cicatrices que, casi sin excepción, lucen los cuerpos de los oficiantes de la fiesta...
No todos tienen por qué sentir y entender los toros, como no todos los seres humanos comprenden la poesía, la música, la pintura, y gozan con ellas. Es perfectamente legítimo que así sea, puesto que el rasgo primordial de la existencia es que seamos diferentes, que a unos exalte, alegre y emocione lo que a otros aburre, desmoraliza y entristece. Entre todas las artes, acaso la más difícil de explicar racionalmente sea las corridas de toros, una fiesta que no conquista jamás, en primer término, la inteligencia y la razón, sino las emociones y sensaciones, esa facultad de percibir lo inefable, lo innominado, que fraguan la sensibilidad y la intuición, exactamente como ocurre con la poesía o la música. La literatura puede llegar a ser explicada gracias a la enseñanza y el estudio. Los toros no. El conocimiento requiere, en ellos, un terreno espiritual previamente abonado...
Las corridas de toros no tienen por qué entusiasmar a todo el mundo; ellas requieren una predisposición anímica, que sin duda tiene que ver con la tradición y la cultura del medio en que se nace y se vive, pero, acaso sobre todo, con propensiones y rasgos psicológicos y emotivos particulares de cada individuo..."