miércoles, 12 de octubre de 2011

LOS VALIENTES TAMBIÉN LLORAN


Tarde de ambiente gris, color cemento. Afición dormida que deambula por un mar de plomo cárdeno que no rompe. Y de repente se oye el grito…

Por Juan Iranzo
Cultoro

Hace tiempo un conocido me dijo que el toreo necesitaba la muerte de un torero para que el mundo entero comprendiera la verdad que esconde. Este comentario, duro y censurable, me aflora en el pensamiento cuando la sangre de un valiente brota para rellenar espacios enteros en periódicos y portales de internet, televisiones y radios. Esta sangre sirve de carnaza para unos medios que buscan lucrarse del dolor de la sociedad en la que parasitan. Utilizan la tragedia para vender su producto edulcorado, dejando en un segundo plano, marginal, el contexto en el que se mueve la noticia. El toreo por si solo no es suceso, debe de estar teñido de drama.

Esta sociedad, huérfana de identidad, se niega a recibir lecciones de existencia. Porque el toreo es una lección constante de los valores que rigen el camino de la vida, paso a paso. Prefiere caminar sobre la comodidad, el egoísmo, la falta de principios y creencias. El mínimo esfuerzo. En este mundo no tiene cabida sentir y soñar. Prefiere olvidarse de los cimientos que forjaron nuestro pasado para construir un nuevo modelo sin sostén, sujeto a la idea de vivir arrastrado al servicio de la pereza más egoísta.

Y la muerte. La muerte no forma parte de ella. Le da la espalda para engañar en su adoctrinamiento pretendiendo convertirla en un tabú. Por cobardía. Por egoísmo. Duele morir y por eso hay que vetarla. El torero mira a los ojos a la muerte, le tutea y sigue caminando por la vida. Es dueño de su destino porque lo asume y lo defiende. El modelo de sociedad que se nos plantea cada día, se esconde de la muerte, la evita y nos anima a ser cuerpos huecos, sin sentimientos y fervores.

El torero vive porque no tiene miedo a morir. Es amo de su realidad y asume cada tarde un epílogo para comenzar un nuevo prólogo. Crea su obra zafándose de la muerte esculpida en los pitones de un toro, a veces cárdeno, sin guión ni ensayos, y cuando se muere, se muere de verdad. El pundonor de estos héroes llega a rozar parámetros lejos de lo propiamente humano, llegando a seguir materializando su creación aun traspasados por las astas del toro, haciendo que esa cornada parezca un simple rasguño y restando importancia al boquete que poco a poco los va desangrando.

Pero en ocasiones el percance llega a ser escandalosamente duro, dantesco. Es entonces cuando la plaza enmudece, el color gris se apodera del ánimo de las almas y los toreros bajan un peldaño para convertirse en seres más mortales. Por el ruedo caminan, en nerviosa procesión, unos curtidos hombres que portan al torero yacente, como un ecce homo que a su paso tiñe el albero con sangre. Un camino que parece interminable hasta llegar a la enfermería donde esperan la llegada del milagro en manos del equipo médico. Mientras tanto, la lidia sigue. La tarde sigue. El toreo no se acaba, y la vida continúa. Los toreros que acaban de presenciar la laceración de las carnes del compañero deben de hacer frente a su destino y seguir con la obra.


Es la obra en la que se sangra de verdad y esta vez le tocó a otro, que grita de dolor acordándose de sus niños. Y los toreros lloran. Los valientes también lloran, mientras su mirada se pierde en el horizonte. Tragan saliva y salen por la tronera del burladero a ponerse en los terrenos donde los toros acuchillan. Pisan el mismo suelo en el que se acaba de consumar la desgracia. Y lo hacen en busca de su creación, esta vez condicionada por la atmósfera de hormigón que aplasta los corazones de los congregados en la plaza, y el suyo propio.

Aún huele a tragedia, y la incertidumbre de no saber si la vida del hombre caído se escapa por las heridas, aturde los ánimos de las almas más fuertes.Así es la verdad de la propia vida. Vivir para morir. Sentir a la muerte para saber que aún estás vivo. Caer y levantarse.
Así es el toreo, y así es nuestra propia existencia.