Daniel Ventura.
El día no había entrado aún en calor cuando Hemingway tomó su escopeta preferida y salió al jardín para destrozarse la cabeza de un disparo. Estaba en Ketchum, Idaho, y hacía muy poco que se le había diagnosticado Alzheimer. Era el 2 de julio de 1961. Hoy se cumplen, pues, cincuenta años de su muerte. La muerte de uno de los hombres que habitan el Olimpo literario estadounidense y universal. La muerte de una leyenda venerada en muchos sitios que quizás merece más espacio en la memoria española y tauromáquica. Al fin y al cabo, fue en España donde Hemingway cinceló gran parte de su aura.
En España mostró el gigantón americano las múltiples caras de su genio. Aquí llegó portando el desencanto de cientos de estadounidenses desamorados de la vida tras la Primera Guerra Mundial, donde condujo ambulancias hasta que le hirieron vistiendo el uniforme de la infantería italiana. Aquí volvió como corresponsal audaz, como periodista comprometido, como reportajista magnífico, testigo de tres guerras: las dos mundiales y la incivil española. Familiarizado con la más descarnada faz de los hombres. Aquí halló un ritual, una dialéctica entre vida y muerte, que le fascinó. Con todo lo que había visto. Los toros.
Y Hemingway vio toros, pensó en toros, escribió de toros. Hace mucho tiempo que los argumentos de autoridad han perdido fuelle, y no es suficiente que Hemingway se abonase a Pamplona para sostener la dimensión cultural de esta fiesta. Una tan justa causa precisa y merece mejor defensa. Leer lo que escribió Hemingway, leerlo de verdad, sería el primer paso. Leer en la sarmentosa, a veces huraña, prosa de Hemingway, qué vio el americano en la corrida: verdad, valor, hombría, lucha, vida frente a la muerte, belleza. Ésa panoplia de ideas, valores y sentimientos constituye el tuétano de la tauromaquia. Y ése tuétano es el que Hemingway supo captar magistralmente.
La Tauromaquia se construye en gran medida sobre la memoria. El aficionado sólo alcanza esa categoría si es capaz de recordar: fechas, plazas, toreros, ganaderías, faenas. Alguien dijo que el recuerdo es una forma del sentimiento, y es bien cierto en el caso de los toros. La memoria es el único lugar desde el que se puede luchar, aunque sin verdadero afán de ganar, contra lo efímero del toreo. Por eso resultan dolorosos determinados olvidos o recuerdos tenues. Por eso la obra de Hemingway, y la de otros cientos que se acercaron al toro y crearon, debe formar parte del corazón de la Fiesta, y no ser solamente la joya cara con la que el idiota se adorna.
El día no había entrado aún en calor cuando Hemingway tomó su escopeta preferida y salió al jardín para destrozarse la cabeza de un disparo. Estaba en Ketchum, Idaho, y hacía muy poco que se le había diagnosticado Alzheimer. Era el 2 de julio de 1961. Hoy se cumplen, pues, cincuenta años de su muerte. La muerte de uno de los hombres que habitan el Olimpo literario estadounidense y universal. La muerte de una leyenda venerada en muchos sitios que quizás merece más espacio en la memoria española y tauromáquica. Al fin y al cabo, fue en España donde Hemingway cinceló gran parte de su aura.
En España mostró el gigantón americano las múltiples caras de su genio. Aquí llegó portando el desencanto de cientos de estadounidenses desamorados de la vida tras la Primera Guerra Mundial, donde condujo ambulancias hasta que le hirieron vistiendo el uniforme de la infantería italiana. Aquí volvió como corresponsal audaz, como periodista comprometido, como reportajista magnífico, testigo de tres guerras: las dos mundiales y la incivil española. Familiarizado con la más descarnada faz de los hombres. Aquí halló un ritual, una dialéctica entre vida y muerte, que le fascinó. Con todo lo que había visto. Los toros.
Y Hemingway vio toros, pensó en toros, escribió de toros. Hace mucho tiempo que los argumentos de autoridad han perdido fuelle, y no es suficiente que Hemingway se abonase a Pamplona para sostener la dimensión cultural de esta fiesta. Una tan justa causa precisa y merece mejor defensa. Leer lo que escribió Hemingway, leerlo de verdad, sería el primer paso. Leer en la sarmentosa, a veces huraña, prosa de Hemingway, qué vio el americano en la corrida: verdad, valor, hombría, lucha, vida frente a la muerte, belleza. Ésa panoplia de ideas, valores y sentimientos constituye el tuétano de la tauromaquia. Y ése tuétano es el que Hemingway supo captar magistralmente.
La Tauromaquia se construye en gran medida sobre la memoria. El aficionado sólo alcanza esa categoría si es capaz de recordar: fechas, plazas, toreros, ganaderías, faenas. Alguien dijo que el recuerdo es una forma del sentimiento, y es bien cierto en el caso de los toros. La memoria es el único lugar desde el que se puede luchar, aunque sin verdadero afán de ganar, contra lo efímero del toreo. Por eso resultan dolorosos determinados olvidos o recuerdos tenues. Por eso la obra de Hemingway, y la de otros cientos que se acercaron al toro y crearon, debe formar parte del corazón de la Fiesta, y no ser solamente la joya cara con la que el idiota se adorna.