Por Francis Wolf
Catedrático de Filosofía de la Universidad de París
ABC de Sevilla
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escucha de vez en cuando a escritores, universitarios y pensadores
españoles evocar su infancia vagamente acunada de recuerdos taurinos y
expresar su rechazo, a veces violento, de la fiesta de los toros. No
comprenden cómo puede hoy (aún y siempre) emocionar, conmover, exaltar
las muchedumbres, en las que seguro no ve nada más que una masa de
reaccionarios incultos alentada por intelectuales esnobs. En esta
revuelta antitaurina, a veces íntima, a veces sonoramente militante, se
encuentran a menudo, en amalgama con la memoria de sus propias historias
familiares, algunos tópicos datados en los sesenta (toros = turismo,
exotismo de españolada, tremendismo del torero descamisado) o más
antiguos aún (toros = España negra, vergonzante cara del pasado). Sí, ya
sé: sé que para muchos españoles los toros despiertan espontáneamente
ese mismo sentimiento confuso, un poco nostálgico, vagamente vergonzoso,
de tener que vérselas con algo que sobrevive de manera inconveniente
pero a punto de caducar definitivamente gracias a la ascensión social,
la educación del pueblo, la evolución de las costumbres, el sano
desarrollo de las sensibilidades, Europa, la democracia, etc. Sí, ya sé:
sé que para muchos jóvenes españoles la palabra «tauromaquia» evoca
carteles de otra época, un rito anticuado, una especie de juego arcaico o
incluso un espectáculo cruel del que deben defenderse cuando, gracias a
un programa Erasmus, se dan cuenta que, para el resto del mundo, se
mantiene asociado al nombre de España, es decir, a una de las naciones
más avanzadas de Europa de la que por lo demás uno puede sentirse
orgulloso. A todos esos españoles, jóvenes o menos jóvenes, les quiero
decir lo que sigue: los toros no son ya sólo la Fiesta Nacional de
España. Con eso han perdido un poco y ganado mucho. Se han convertido en
parte integrante de la cultura de la Europa meridional e incluso del
patrimonio mundial.
¿Se
imaginan ustedes que hace apenas algunas semanas, en un teatro del
centro de París atestado, cientos de personas de las que la mayoría no
habían puesto nunca sus pies en España, e ignoraban absolutamente todo
de la «fama negra» de los toros, habían pagado cara su entrada por el
único placer de homenajear la heroica carrera de un torero... colombiano
(César Rincón)? Claro que para todos esos turistas que visitan España a
toque de pito, entre la torre de Pisa y el Big Ben, y que creen que
Francia es Pigalle, los toros son el «exotismo» español barato, y el
torero es algo así como «Manolete-ElCordobés-del brazo de su bailaora
con castañuelas», o (para los más cultivados ¡ay!) es la imagen odiosa y
desgastada del maletilla hambriento que, para salir de su miserable
condición, no tiene otro remedio que tentar al diablo y arrojarse entre
sus cuernos. Ignoran evidentemente, como quizás muchos españoles, que
uno de los más grandes toreros de la historia está vivo y toreando y en
modo alguno debe su valor extraordinario a esa deprimente leyenda, o que
uno de los mejores toreros de la primera década del siglo XXI es
francés, o que fue prácticamente imposible conseguir entradas (siendo
tan caras como las de la ópera) para las diez corridas que conformaron
la reciente feria de Nîmes (95.980 espectadores).
Un
poco de pudor y muchos escrúpulos me impiden evocar mi infancia que
está en las antípodas de las de los intelectuales españoles
antitaurinos. Bastará decir que esa infancia en el cinturón de París,
con mis padres judíos alemanes que escaparon por milagro de los campos
de la muerte, en modo alguno me preparaba para recibir el choque que fue
el descubrimiento accidental de los toros, a la edad de 18 años, al
azar de una escapada estudiantil en la región de Provence. Para muchos
españoles de mi generación, los toros son familiares, formaron parte de
la vida cotidiana de su infancia, se los vivía con indiferencia,
aceptación o rechazo de una «cultura» vagamente patrimonial que es como
una segunda naturaleza de la que hay a veces que desprenderse para poder
existir por sí mismo. Para mí la corrida de toros es una amiga que he
elegido tan próxima como la música y sin la cual podría difícilmente
vivir. Digo que la he elegido pero tengo más bien la impresión que ella
me ha elegido a mí; el encuentro fue fortuito pero, como dice Flaubert
de la primera cita amorosa: «Fue como una revelación». No, los toros ya
no son sólo la Fiesta Nacional. Han perdido un poco de sus
particularidades (algunas fiestas votivas, capeas salvajes, un público
cautivo, un pueblo entero movilizado tras un torero muerto), han ganado
mucho en universalidad -geográfica y sobre todo cultural-. Ahora, en el
presente, los que torean y los que van a los toros lo han elegido, y si
no saben del todo, ni unos ni otros, lo que van a buscar «allí»
(¿sabemos bien lo que es el amor?), saben que hoy se va a la plaza en
lugar de ir al estadio, al concierto o al teatro.
Sin
duda, la corrida de toros no es moderna, pero no porque no sea de
nuestro tiempo, es -al contrario- porque nuestro tiempo no está ya en la
«modernidad». La modernidad en el sentido estricto se acabó hacia el
final de los años ochenta del siglo pasado, con el derrumbamiento de las
ideologías, el fin del sueño en el progreso y el agotamiento de los
discursos dogmáticos de las vanguardias artísticas (formalmente
revolucionarias, políticamente redentoras). Lo que algunos han dado en
llamar la «posmodernidad» o lo contemporáneo se opone punto por punto a
la modernidad. Puede ser que la corrida de toros no sea ni haya sido
nunca «moderna», pero es seguro que se acuerda perfectamente a lo
«contemporáneo». Lo moderno está ligado al progreso, a la «velocidad», a
la industrialización sistemática (comprendida la de la ganadería de
carne); lo contemporáneo y la corrida están ligados a la biodiversidad, a
la ganadería extensiva de bravo, a los equilibrios de los ecosistemas.
La modernidad sólo veía la salvación a través de la comunidad y la
sociedad, en el «todo es política», lo contemporáneo y la corrida
renuevan con los valores del héroe solitario (pensemos en el culto
contemporáneo hacia los éxitos singulares y aventureros de cualquier
tipo), con una ética de las virtudes individuales, el valor, la lealtad,
el don de sí mismo. La modernidad quería esconder la muerte (simple «no
vida» igual que se dice invidencia en vez de ceguera), reducirla al
silencio del frío vacío de las salas mortuorias o a la mecánica
funcional de los mataderos; lo contemporáneo y la corrida de toros
reconocen que la ceremonia de la muerte puede contribuir a dar sentido a
la vida mostrándola conquistada a cada instante sobre la posibilidad
misma de su negación. Era -se decía- el fin de los ritos en los que lo
único que se veía eran prejuicios arbitrarios e irracionales, pero lo
contemporáneo y la corrida de toros redescubren las virtudes de los
ritos, no necesariamente vinculados a capillas y estampitas. Lo moderno
declaraba el final de la figuración en pintura, del relato en
literatura, del drama en el cine; lo contemporáneo inventa una nueva
figuración, el cine de Almodóvar, genio de la posmodernidad, reinventa
la linealidad del relato y las estructuras complejas del melodrama, como
la corrida de toros que mezcla lo festivo y lo trágico, los colores
chillones y la emoción más pura. El arte moderno glorificaba la
vanguardia social y declaraba el final de la «representación», el
posmoderno mezcla lo popular y lo erudito -como la corrida de toros, la
más sabia de las artes populares- mezcla la transfiguración de lo real y
su presentación en bruto (el happening, el body-art, el ready-made, la
instalación, la intervención, el artista mismo) como la corrida de
toros, alianza de representación clásica de la belleza y de presentación
en bruto del cuerpo, de la herida, de la muerte, como el torero,
artista contemporáneo, que hace de su gesto una obra estilizando su
existencia. La posmodernidad, lejos de oponer el hombre al animal como
en los tiempos modernos, presiente que no hay humanidad sin una parte de
animalidad, sin un otro al que -a quien- medirse, como si el hombre
-hoy más aún que ayer- sólo pudiera probar su humanidad a condición de
saber vencer, en él y fuera de él, la animalidad en su forma más alta,
más bella, más poderosa, por ejemplo la del toro salvaje: vencerla, es
decir, repelerla o domarla, pero sobre todo oponer la fuerza de la
astucia, la gratuidad del juego, la ligereza de la diversión, la
gravedad de la entrega de sí mismo, la fuerza de la voluntad, el poder
del arte, la conciencia de la muerte -en definitiva todo lo que hace la
humanidad del hombre-.
Quizá
se podrá afirmar: ¿pero el espectáculo del sufrimiento animal, dada la
evolución de las costumbres, no es ya tolerable, hoy menos que ayer? A
esto hay que responder que no es una cuestión de historia (moderna o no)
ni de geografía (España negra o no). Yo no he sufrido nunca,
personalmente, con el espectáculo del pez atrapado en el anzuelo del
inocente pescador de río -es una cuestión de sensibilidad-. Ésta permite
a algunos ver al toro como víctima, la mía sólo ve en él un animal
combatiente. Autoriza a algunos a pensar que el torero martiriza una
bestia, yo veo en él un héroe contemporáneo que tiene la audacia de
desafiar y enfrentarse a una fiera jugándose la vida -sin más, por la
belleza del gesto, por pura libertad, para afirmar su propio desapego en
relación con las vicisitudes de la existencia y su victoria sobre lo
imprevisible-. ¡Es cierto que el toro no quiere combatir, pero no por
porque sea contrario a su naturaleza el combatir sino porque es
contrario a su naturaleza el querer! Esto es al menos lo que mi
sensibilidad me dicta, comparable en eso a la de cientos de miles de
otros hombres en todo el mundo, y no la creo menos movilizada ni
sublevada que ninguna otra ante el sufrimiento de los hombres -o incluso
de los animales- ni menos consciente de lo que hace falta de poder
creador para volver a dar hoy un sentido, en arte, a esa palabra
mancillada que es la belleza.